domingo, 26 de abril de 2009

Generaciones perdidas


Más allá del delirio está la mente, la noche abrigada de símbolos y el frío incurable. En su espesura, el abrigo resulta insuficiente y los nombres se confunden con las sombras y el viento propaga relatos de confusión que disipan lo real.
La quietud cristalina en la que el hombre se abstrae sin remedio es el final primero, allí donde aguarda otro comienzo. Dirá el loco que la vida fue la razón de su locura, vida que persevera por sí sola en el desasosiego que alumbra las ruinas de su caída. El peso del estar y el vacío que lo corona apuran el fulgor, marchitan la jornada inocente y expanden el hábito del lamento inconsciente. Hay el temor de no ser nadie y el temor de cargar con la culpa de haber sido lo que no se quiso ser. El tiempo empuja las acciones a veces por el precipicio del arrepentimiento y otras por la ingravidez vital de no tener de qué arrepentirse. El destino, como un espejismo cambiante, nos muestra razones para huir a cualquier parte, con tal de quedarnos como estábamos. Expresó en melancólicos versos Luis Rosales que jamás se había equivocado en nada, salvo en las cosas que él más quería. También Gil de Biedma expresó el regreso imposible: «Volver, pasados los años, hacia la felicidad -para verse y recordar que yo también he cambiado». A la mitad del camino de nuestra vida uno suele recordar vagamente todo lo que fue dejando atrás, la imagen de sí mismo bañada de juventud e ideales, de sueños de cambios posibles, de esperanzas en mundos mejores que habitar y una cabizbaja afirmación de que no hubo tiempo suficiente para que la juventud coronase todas las promesas tiradas al viento, quizá porque el destino y sus vicisitudes interrumpieron ese paso firme hacia otros imprevistos viajes que nada tenían que ver con la utopía interior que iba adornándose de estribillos de Dylan, versos de Ginsberg, escenas de Antonioni y fotografías de iconos rebeldes que, como Janis Joplin, consumieron la vida con la pasión desenfrenada de un 'carpe diem' mezclado con Jack Daniel's.
Unos viajaron a la India a canalizar su inconformismo y en busca de paz interior, otros militaron políticamente y fueron golpeados con el puño del totalitarismo, otros tantos se conformaron con escribir versos feroces que cargaban como un arma y miraban al futuro. Ya que, quizá la poesía sea el último recurso de la revolución: «Si he sufrido la sed, el hambre, todo lo que era mío y resultó ser nada, si he segado las sombras en silencio, me queda la palabra». Escribió Blas de Otero.
Pero, al final, todo esfuerzo parece ser inútil, bajo el frío panorama que el presente nos informa. Hubo una lluvia fértil, pero después un largo tiempo de sequía, que hizo de la tierra algo baldío.
El hombre se conforma -o lo finge- para no añadir más sufrimiento a la derrota, la juventud tiende, en los últimos años, como si hubieran heredado de los antecesores ese conformismo, a vivir su vida en contra de unos principios de justicia social que jóvenes de otras generaciones cultivaron por inercia o instinto. Ahora lo normal es bajar la cabeza o mirar hacia otro sitio. Pensar que esta batalla a mí no me incumbe o luchar solamente por uno mismo y sus propios intereses. Quizá ha de ser ese el curso natural de la historia y lo otro, el aire inconformista, sea la excepción. Me niego a creer esto último a pesar de las evidencias que avalan esta última tesis. Hubo una revolución en la que una de sus consignas fue la fraternidad. Como afirma Erich Fromm en su obra El arte de amar: «Amar a una persona implica amar al hombre como tal. El tipo de 'división del trabajo', como lo llamó Willian James, que consiste en amar a la familia pero ser indiferente al 'extraño', es un signo de una incapacidad básica de amar», e incluso hay, añado yo, quiénes son incapaces de amar a la propia familia.
El concepto de fraternidad universal o familia universal suena, en estos tiempos, a algo imposible, una utopía más condenada al fracaso. El capitalismo prefiere pensar que el hombre es un lobo para el hombre, pues pareció que las cosas iban mejor con esa premisa. La caridad o compasión cristiana nos recuerda el descalabro de Viridiana (Luis Buñuel, 1961) y tantos otros ejemplos de inviable hermandad. Pero, ¿acaso todo está perdido, o es posible que el hombre encauce su propio devenir histórico en busca de una fértil esperanza en la creación de valores sólidos y comprometidos para con sus semejantes? Creo que esa es la pregunta, pero acaso la respuesta sea individual, nacida de aquello que todos compartimos llamado 'conciencia', que no puede, a pesar de los intentos, resumirse en un lacónico manual de educación para la ciudadanía.
Publicado en el diario La Verdad de Albacete el domingo 26 de abril de 2009

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