domingo, 16 de agosto de 2009

La cultura del progreso

Pasan los días con la certeza de que mañana no será igual que ayer. Algo lo cambia todo, tal que la roca se erosiona con el choque continuo de las aguas, presentando nuevas formas para su devenir. Las formas de la vida, como la roca, cambian precipitadas a una imagen diferente, gastada por el tiempo, pero nueva, finalmente, como toda diferencia, única en su identidad. Las imágenes que las cosas nos devuelven nos transforman también a nosotros, pues el contexto de la circunstancia apela a una adaptación necesaria para mantener la armonía con el medio en que hemos de desenvolver las horas que comprenden nuestra aventura en la vida.


Queda la cultura, como sombra de lo vivido y también como viva luz del porvenir. Las modas, sucedáneos de la cultura caracterizadas por su fugacidad, ambientan frágiles escenarios para un espectáculo vacuo incapaz de arraigar identidades duraderas. Muchas veces todo queda en vulgar disfraz que ponerse y quitarse según las exigencias del guión. Otras veces, la cultura arraigada durante siglos, corre el riesgo de perderse para siempre, riesgo que puede durar otros tantos siglos, circundando esa tradición, como el equilibrista, por una fina cuerda sobre un ancho abismo.


A ese abismo también se le llama progreso, o paso rápido sin pasado ni presente, orientado únicamente al mañana, sin otra meta que la de avanzar, sin otro medio que el de los fines. He aquí una forma llamada ‘la cultura del progreso’ que prácticamente desbanca irremisible todas las culturas anteriores y hace súbditos de ella a aquellos que la avalan y consumen. Las nuevas prestaciones del teléfono móvil que, como una tarta, entra por los ojos del paseante que lo observa a través del escaparate de la tienda, cabizbajo por el precio pero entusiasmado por funciones multimedia que el día de ayer jamás hubiera podido soñar y que hoy se convierten en una realidad al alcance de su mano. Sólo habrá de esperar unas semanas o unos pocos meses para que el precio sea asequible y poseerlo, aunque posiblemente haya otros aparatos en el escaparate riéndose ya de esa antigualla casi por descatalogar. Es la tragedia cotidiana de un esclavo del progreso.


Pero nada es bueno ni malo por sí mismo. ¿Quién puede afirmar a estas alturas que el progreso es totalmente negativo? ¿Y la medicina, la comunicación, la propia cultura? ¿No se han beneficiado todas ellas de eso que llamamos progreso? Quiero citar unas palabras de Jürgen Habermas abiertas al debate: “Los éxitos de la técnica, como el dominio de la energía atómica y los viajes al espacio, las innovaciones, como el descubrimiento del código genético, y la introducción de tecnologías genéticas en la agricultura y la medicina transforman nuestra conciencia del riesgo, nuestra misma conciencia moral”. Aquí Habermas plantea la clave del debate de nuestro siglo respecto al progreso indicando que, principalmente, hablamos de una transformación moral que -como tal- necesariamente plantea un conflicto. Es, por tanto, a mi entender, un gravísimo error de conciencia crítica, declararse de primeras partidario del progreso o contrario a él. Tendríamos que saber, en primer término, de qué progreso hablamos, qué cuestión concreta es la que necesitamos dilucidar. Ya superamos el Romanticismo ideológico. Entre Todo o Nada hay infinitos matices.


Vuelvo a citar a Habermas: “El corto siglo XX termina con problemas para los que nadie tiene una solución, ni parece tenerla. Mientras los ciudadanos del fin de siglo se abrieron un camino a través de la niebla global rumbo al tercer milenio, sólo sabían con certeza que una época histórica llegaba a su fin. No sabían mucho más que esto”. Pasamos de siglo con los mismos problemas, bajando el telón de la escena para volver a subirlo urgentemente enfrentándonos al mismo argumento y tragedia. La sociedad (democracia) a un lado y los políticos al otro. Como espectadores de esa obra en la que ningún actor tiene libertad propia salvo la de interpretar correctamente el guión preestablecido. Dándonos cuenta así, de que nosotros no movemos el progreso, sino que el progreso nos mueve para bien o para mal. Hasta que los hechos nos vuelven a poner cara a cara con la Historia, esto es, con la naturaleza humana, que nos recuerda que no somos tan impredecibles como parece y que, de alguna manera, salvo las diferencias lógicas que el tiempo impregna en una sociedad, siempre volvemos a tropezar en la misma piedra y a dar vueltas por ese círculo que soñamos lineal e infinito hasta que nos reencontramos con el punto de partida del camino que anduvimos. Todos los días nacen nuevos prometeos y los mitos se suceden unos a otros siempre con idénticas moralejas.


Una vez más la cultura, no la de las modas sino esa que nunca muere, nos entrega, entre tantas cosas valiosas, esta frase para la reflexión que ahora yo rescato del tiempo y que una vez diera punto y final a una genial novela de Scott Fitzgerald (El gran Gatsby): “Y así vamos adelante, botes que reman contracorriente incesantemente arrastrados hacia el pasado”.


Artículo publicado en el diario La Verdad de Albacete el domingo 16 de agosto de 2009

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