domingo, 27 de febrero de 2011

Libertad y sacrificio

Parece cohabitar en el ser humano la visión trágica de la vida, llegando a ser un factor determinante de su propio carácter, conformado por siglos y siglos de tragedias. El pensamiento es proyectado por el dolor cuando mira su destino, cuando perpetra su acción y busca ser partícipe de la historia a cualquier precio. Que el fin justicia los medios es una de esas máximas tan discutibles y frívolas que han calado hondo en la conciencia colectiva. Cuando el fin ha sido Dios, hemos visto las mayores locuras infernales que el hombre ha realizado, como si una fuerza tan superior, mal usada, imprimiese en la voluntad la energía colérica del demente. El fundamentalista va teñido de esa visión trágica y suicida cuyo convencimiento férreo supone una amenaza a la cordura. Un dictador, un terrorista o un déspota, en cualquier ámbito, son todos ellos trágicos dementes, dispuestos a sacrificar cualquier cosa, si Dios (o una idea) se lo pidiese. Así como Abraham, se nos cuenta en el Génesis, por petición de Dios, fue invitado a matar en sacrificio a su hijo Isaac (no lo hizo pues un ángel se lo impidió y le mostró que era solo una prueba para que demostrase su fidelidad al Divino) el fundamentalista sacrifica todo por su causa incluso a él mismo. El relato de Abraham nos hace razonar que un dios benévolo nunca podría pedirle tal cosa en serio. Con el tiempo hemos aprendido que el sentido común, la razón práctica de la ética y la escucha sincera a uno mismo son las mejores formas de conocer a Dios. Aunque Abraham lo hubiera hecho sin pensarlo, quizá ese ángel represente su propia conciencia y le haga diferenciar el bien del mal, sin supeditarlo todo a una misión divina, que en su interior, sin duda, resonaría demoníaca. Todavía hoy rezamos apenados por el sacrificio del Cordero de Dios, con la culpa en el corazón.

Hace unos días leí en "El mundo" unas declaraciones en portada, pertenecientes a un líder de las revueltas anti-Gadafi en Tobruk, que me han llamado la atención: "Va a morir más gente, pero estamos seguros de que seremos libres", explicaba Fathi Faraj. Esta aceptación de la tragedia es validada por la justificación de la libertad, el fin una vez más conlleva un sacrificio humano masivo inevitable. Esto, al menos, nos hace preguntarnos si la mejor forma de defender la libertad ha de ser con sangre y dolor, si terminar con un mal mayor ha de implicar sembrar miles de males menores que han de ser asumidos en defensa de unos ideales, que como los de la Revolución Francesa, no cabe duda de que son los justos y necesarios para un pueblo: su libertad, sus derechos humanos, violados constantemente por el totalitarismo y la opresión. Será lógico preguntar, ante esta reflexión, que ¿cómo es posible luchar por la libertad si no es aceptando la muerte y el dolor, cuando aquella no puede conseguirse de otro modo? Yo también me lo pregunto. Y sospecho que una sociedad comprometida con la vida y con la paz ha de buscar a toda prisa soluciones no violentas para resolver los conflictos mundiales y no esperar a que un pueblo en su desesperación acepte el sacrificio de su gente. Acaso invertir una mínima parte de lo que las grandes potencias gastan en armas en buscar este tipo de soluciones, en poner los medios y técnicas necesarias para llevarlas a cabo, sería de gran ayuda. No olvidemos que el Premio Nobel de la Paz de 2009, Barack Obama, es el líder político que más invierte en armas del mundo, lo cual asustaría hasta al hombre que lleva el nombre del premio, el inventor de la dinamita Alfred Nobel.

La visión trágica de la vida es el reflejo de una historia teñida de cantos fúnebres, la consecuencia de un dolor progresivo mecanizado, de un karma colectivo no resuelto. El hombre necesita renovar esta visión, mirar nuevos horizontes, buscar verdaderamente la paz, no solo como un fin sino por encima de todo como un medio. Es la única forma de que el camino nos lleve al destino propuesto: desde la comprensión de que el camino mismo es el destino. El poeta Arturo Graf, en brillante metáfora, expresó que: “La civilización es una terrible planta que no vegeta y no florece si no es regada de lágrimas y de sangre”. Una planta antinatural, como la de esos dioses primitivos que oíamos pedirnos sangre humana en sacrificio de fe. No sigamos alimentando a ese monstruo del dolor, el resentimiento y la lucha constante, y démosle agua, agua pura para sanar sus heridas, para permitirle florecer en paz, de forma natural, humana.

Diario La Verdad, 27/02/2011

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