lunes, 24 de octubre de 2011

Fractales y misterios de la vida



La salud de una mente podría medirse por la capacidad de sorpresa ante los hechos cotidianos. Para un filósofo con cierta pasión por el saber, el hecho de que deje de ser sorprendente que el sol salga todos los días equivale a la muerte del intelecto, al encefalograma plano de la inquietud existencial. Uno de los síntomas de una mente distraída -endeudada con su presente- es su incapacidad de enfocarse plenamente en el ahora. Una de las consecuencias de esta situación es el creciente desinterés ante los fenómenos trascendentes de la vida, esos sucesos que evidencian el milagro de la luz, del mundo, del tiempo, etc. Dejar pasar un día sin observar detenidamente los misterios de la naturaleza equivale a haber perdido el día por completo. Sé que estas palabras suenan extrañas, precisamente en estos tiempos de utilitarismo en que se vive para el mañana, en que el día de hoy no sirve nada más que para acumular, indefinidamente, una identidad proyectada en el tiempo de las quimeras teatrales de la vanidad y la ambición. Vivimos tiempos de absoluta apariencia y debido a estas sombras sufrimos el impedimento de ver lo directamente manifiesto. El método científico se ha hecho portador de este don de visión autorizada de los fenómenos, pero no ha hecho más que deslegitimar a cada individuo de la oportunidad de investigar por sí mismo. Cada ojo tiene el método de conocimiento propio de su conciencia, de su capacidad de comprender, y nadie nos puede dar esa visión última e íntima de la realidad. La ciencia está a nuestro servicio, no al revés.

Un cambio profundo en la comprensión de los hechos del mundo –lo que los griegos llamarían ‘metanoia’- pasará por ver con claridad que todo lo que sucede no es una consecuencia de nuestra capacidad de pensar, sino que el pensamiento es uno de los efectos de la realidad primera e inmediata. De este modo es aceptable la observación científica de que un átomo es en su mayoría espacio vacío, e incluso -a modo fractal- uno deduce poéticamente que el universo es también un gran vacío que nos contiene. Es decir, la materia, como lo es el pensamiento, viene después, mucho después de su origen y fuente, el vacío. El concepto de “fractal”, palabra inventada por un matemático francés, B. Mandelbrot, sugiere multitud de teorías e interpretaciones. Más allá de las conclusiones estrictamente geométricas al respecto, cabe una mirada más filosófica, a la manera de Borges, para estimar ciertas cuestiones. Una de ellas es la de aquel principio hermético que afirma aquello de que “como es arriba, es abajo” y viceversa. En este sentido todas las cosas del mundo tienen su correspondencia con estructuras superiores. Es decir, y esto es algo también muy democrático, más allá de una estructura o jerarquía superior – como pueda ser el tamaño- lo que prevalece es el concepto de similitud, o lo que es lo mismo, identidad. Un rey y en esclavo siempre fueron lo mismo –un ser humano-. Aunque eso, por suerte, ya lo sabíamos (al menos en la teoría). Recordemos las coplas de Jorge Manrique: “Esos reyes poderosos / 
que vemos por escripturas 
/ ya passadas 
con casos tristes, llorosos, / 
fueron sus buenas venturas /
 trastornadas; /
 assí, que no hay cosa fuerte, / 
que a papas y emperadores 
/ e perlados, / 
assí los trata la muerte / 
como a los pobres pastores / de ganados”.

El hecho físico, a menudo objetivable por la ciencia, otras veces lleno de incertidumbre subatómica (Heisenberg) y cuántica (Planck), convive además con el hecho moral, estético, cultural, etc. Si queremos conocer la realidad, pues, sólo podemos fiarnos de lo que ven nuestros ojos y comprende nuestra mente o conciencia. Incluso un instrumento científico está limitado por su capacidad, nunca total, de visión. O quizá, como sugiere el pensamiento sobre los fractales, cualquier visión está legitimada por su correspondencia con un todo unánime. Puede que este sea el paso fundamental que nos lleve del relativismo al totalismo (no totalitarismo). De este modo no habría más discusión ni dialéctica en confrontación. Todo sería válido, correcto, apropiado. Todo es imagen de la imagen de todo. Sería un principio para la paz, un espejo dispuesto para el consenso y el mutuo entendimiento. Un mundo feliz que, probablemente, se hastiaría de sí mismo. Pues pronto hallaríamos otro “concepto” para ponernos en desacuerdo. La insatisfacción genuina del hombre, muchos dirán que lo que le ha hecho crecer y evolucionar, buscaría razones para estar en desacuerdo. Nunca un gran banquete nos quitó el hambre para siempre. O como escribiera el poeta mexicano José Emilio Pacheco: “El mar que es agua pura ante los peces / jamás ha de saciar la sed del hombre.” Y es por ello que la vida -con sus constantes misterios- nunca dejará de sorprendernos.


Diario La Verdad, 23/10/2011

domingo, 9 de octubre de 2011

Las fronteras del lenguaje



Goethe sentenció en algún momento –variando el Evangelio de San Juan- que en el principio era la acción. Cambio sustancial en la proposición supone ese paso del verbo a la acción; ese verbo que la cultura judeocristiana siempre entendió como el  origen (‘bereshit’) de todo. La importancia de las ‘sagradas’ escrituras, del documento textual como huella casi presencial de la palabra de Dios, ha sido un germen de identidad que ha inscrito en nuestras mentes una realidad determinada. Y aunque Goethe, tomando impulso romántico, proclamase a la acción como ese principio genuino del hombre, más han sido los indicios que nos han llevado a pensar que no, que fue la palabra, el logos, el pensamiento… El psicoanalista Jacques Lacan corrigió de esta forma al genio alemán: “Era ciertamente el verbo el que estaba en el principio y vivimos en su creación. […] La ley del hombre es la ley del lenguaje desde que las primeras palabras de reconocimiento presidieron los primeros dones”. Las fronteras del lenguaje encierran nuestro mundo, más allá de él sólo está el misterio, el sol fuera de la caverna platónica, una realidad que nos sobrepasa. ¿Hay algo más allá de las fronteras del lenguaje?

Conviene que el hombre se haga de vez en cuando esta pregunta y trate de investigarla. El pez nunca se pregunta si hay otro mundo fuera de la pecera, da por hecho que su realidad es la que tiene delante de él. No conoce límites porque no explora la posibilidad de que los haya. Algo así nos pasa a nosotros. Solamente, muy de vez en cuando, alguien descubre algo nuevo –alguien que se atrevió a explorar esos límites- y ocurre un salto ‘cuántico’. Pero todavía hoy el ser humano es reticente a dar pasos demasiado largos, quizá el temor a que tras esas fronteras se esconda un precipicio le mantiene alerta y desconfiado. Y por todo ello damos por sentado que el lenguaje es nuestra única patria, y que más allá de eso –lo dedujimos de Heidegger- no somos nada; pura inmanencia. (“El lenguaje es la casa del ser”, escribió.)
 
Toda palabra es metáfora, una referencia a la cosa. Pero nunca una palabra fue la cosa ni tampoco la rosa de Umberto Eco. Una palabra es una mano que señala. Uno puede quedarse mirando a la mano, pero difícilmente verá así a lo que apunta. Podríamos ver el lenguaje como una metáfora de la libertad humana. El lenguaje nos da la autonomía, la virtud y el don del pensamiento: creación de mundos y realidades, posibilidad de inventiva e imaginación. Lenguaje son los sueños, las matemáticas, los cuentos de misterio, cualquier partitura de Chopin, el ajedrez, una metáfora de Manrique, las campanas de la Iglesia o ese reloj de arena que marca el comienzo y el final de nuestros actos. De lenguaje están hechas todas las acciones que llevamos a cabo, su propósito, sus expectativas. De lenguaje están hechas las ciudades y sus calles, los nombres de sus calles, las señales de tráfico, la numeración de los portales y los letreros de las tiendas. De lenguaje están hechos los periódicos, Internet, la publicidad, la televisión, las cuentas corrientes, la previsión de gastos y de ingresos. ¿Qué hay –para resumir- que no sea lenguaje? El color del lenguaje, además, es el de la percepción. La palabra es lo que señala, pero aquello a lo que señala recibe el tinte del observador, que dará un color y apreciación determinada. Este paisaje será más bonito que este otro, no hay ley para ello, puesto que el origen del lenguaje es -sin duda- emocional. Y aquí se complica todo un poco más. 

Todo lenguaje nos permite la comunicación, ser cuerdos y cordiales unos con otros, palabras éstas que comparten una misma etimología, (‘cordis’, corazón). La cordialidad es una forma de cordura compartida, un mutuo entendimiento. Toda palabra es también recuerdo, una recurrencia. Al mirar la nube automáticamente conectamos con la palabra ‘nube’. Recordamos que eso que vemos es una nube. ‘Recordar’ también viene del latín ‘cordis’, esto es, que significa “volver a pasar por el corazón”. Así es que toda palabra tiene –como decimos- un origen emocional. Así que para hablar o para pensar hemos de pasar por el corazón algo -¿el qué?, ¿el alma?-, para recrear el lenguaje, el mundo, la realidad y la cordura. He aquí la pregunta inicial. La duda existencial. El pez que quiere explorar más allá de la pecera. Entonces: ¿Hay algo más allá de las fronteras del lenguaje? No hay mayor esclavitud, como afirmase Goethe, que quien falsamente piensa que es libre. El lenguaje –probablemente- no es la libertad, aunque constantemente apunte hacia ella.

Diario La Verdad, 09/10/2011

jueves, 6 de octubre de 2011

Compartir esta entrada:

Bookmark and Share

Entradas relacionadas:

Related Posts with Thumbnails