domingo, 26 de febrero de 2012

Por una nueva educación

No se puede poner en duda que el futuro de una sociedad depende de la solidez de los cimientos de su educación. Es ese el punto de partida y será la causa –tal como se haya sembrado- de lo que hoy, mañana y siempre recojamos. La educación no se circunscribe tan solo a un ámbito académico sino que supone un período de formación que dura toda la vida y que consiste en aprender y comprender la vida, a uno mismo y a los demás. Se enseña lo que se hereda, lo que nos enseñaron, lo que fue legitimado como digno de transmisión. Una legitimidad que hoy más que nunca estimamos fraudulenta, contaminada, altamente nociva… Hoy conocemos los frutos. Hay una gran paradoja en el pensamiento de Occidente: la traición a sus orígenes. Paradoja porque por una parte encumbramos la filosofía griega y por otra –de facto- la negamos o no sabemos ponerla en práctica. Platón defendía una finalidad en la educación muy distinta a la que hoy conocemos. Pensaba que un gran gobernante sería aquel que hubiera sido instruido en el conocimiento supremo del Bien. Esta era la finalidad del saber y de toda formación. Hoy en día no hay lugar para el saber, no interesa. En lugar de transmitir el amor y la pasión por descubrir, el afán por comprender el mundo, se habla de guiar al estudiante en su proceso de adquisición de conocimientos que le procuren el paso al siguiente nivel, y así peldaño tras peldaño, haciendo deberes –en definitiva- para aprobar. Sin duda que hay y siempre habrá excelentes profesores que inculquen esa pasión necesaria para realmente ‘vivir’ el proceso del conocimiento, pero el sistema impide cada vez más que esto suceda. El sistema, germen del problema, impide la espontaneidad, sacralizando al hombre autómata, que es modelo –obra a perfeccionar en el proceso educativo- del sistema mismo.


La educación se ha convertido en el medio para un fin, en lugar de ser el fin en sí mismo. Y de este modo es promovida. Se estudia lo que más salidas tiene, cuando educarse es entrar -no salir- en el conocimiento. Existe un gran debate en torno a todas estas cuestiones. ¿Cuál es la mejor forma de evaluar los conocimientos? ¿El alumno ha de adaptarse al sistema educativo o el sistema educativo a las necesidades y cualidades propias del alumno (pues no hay dos individuos iguales)? Si se trata de educarse para la vida, de desarrollarse uno a través de lo que se ha formado para crecer día a día con ello, ¿podemos seguir manteniendo una educación que no está diseñada con el fin de aportar y despertar en el alumno la belleza del conocimiento sino únicamente como una constante exigencia de esfuerzo, excelencia y otras palabras políticamente ya desgastadas y anticuadas. ¿Qué ganamos inculcando la competencia con el prójimo, con el compañero de clase? ¿Cómo superar el conflicto de las diferencias humanas si nos enseñan a luchar unos contra otros como única fórmula de supervivencia? Si la educación ha de ser la esencia y raíz de la democracia ¿por qué está basada en un sistema autoritario: autoridad de los libros, del conocimiento? ¿No está el conocimiento para rebatirse, ponerse en duda, superarse? ¿Se trata de repetir una y otra vez lo que otros dijeron o de formular nuevas preguntas, de aprender a pensar, a crear, en definitiva? Lo que habría de ser un punto de partida (lo que se supone que ya sabemos) es un destino en la educación actual.

La crítica sería inacabable. Desde mi punto de vista una educación ideal sería la que enseñara a ser a todos filósofos, filósofos de la vida. Filósofo –que no experto en filosofía (ese compendio del pensamiento de otros)- como punto de partida. Esa traición como paradoja de Occidente a la que nos referíamos consiste en olvidar el camino que un día quisimos emprender: la búsqueda del sentido. Paradoja que comienza casi en sus primeros esbozos, con la muerte –condena política- de Sócrates. Siempre el poder desestima la virtud. El poder, que es movido por el miedo a perder su fuerza, ha tratado de acallar siempre a todos los verdaderos filósofos, por eso ha pertenecido siempre a los sofistas, a aquellos entrenados para el dominio: los políticos. Por todo ello la educación está basada en la autoridad, supone más un deber incuestionable (implícito y explícito) que un derecho y una oportunidad para crecer ‘humanamente’ –esencialmente-; es más una imposición que una posibilidad, formando parte, motivando incluso (y preservando) esa impostura global que todo lo legitima: el sistema. Escribió Émile Cioran: “El experimento ‘hombre’ ha fracasado. Se encuentra en un callejón sin salida mientras que un ‘no-hombre’ es más: una posibilidad”. Sin duda, hoy la verdadera educación exige una sola tarea: desaprender. Recobrar la inocencia, y con ello la ilusión y una vocación sincera por el proyecto humano. El fracaso del experimento ‘hombre’ en verdad no ha de resultar amargo, sino esperanzador; al pensar en todo lo que tenemos por delante.

Diario La Verdad, 26/02/2012

domingo, 12 de febrero de 2012

Arte y vida, cruce de caminos

En la confluencia de dos caminos uno advierte que su destino era el mismo. Quizá vuelvan a separarse y ya jamás se crucen, pero tuvieron en común un lugar que ya por siempre los hace interdependientes. Así es el arte y la vida, dos dimensiones conectadas, casi –en ocasiones- indistinguibles. Un ejemplo de esta intersección existencial puede ser representado por el símbolo de la cruz, donde lo aparentemente opuesto, lo vertical y lo  horizontal, yin y yang, se juntan formando una sola figura: y lo que podrían ser líneas aisladas, separadas sin tocarse hasta el infinito en caminos paralelos, son así líneas infinitamente halladas. Esta es la magia suprema del cruce de caminos, del encuentro o de la sincronía que prefija el destino para el suceso extraordinario, ese con el que cuentan todas las vidas y que de alguna forma es capaz de infundir un sentido metafísico al devenir cotidiano. La cruz, una vez que ese matrimonio de líneas ha tenido lugar, ya es por siempre una sola figura, unidad indivisible (nacida aparentemente de una lógica dualidad espacial). El arte y la vida, del mismo modo, han surgido para ser en comunión y ambos tienen su razón de ser en el resultado de su combinación. “Cruz” significa “luz del Gran Fuego”, expresión que representa un motivo visual cargado de energía y simbolismo; y la famosa cruz ansada egipcia podría traducirse –en el sistema jeroglífico- por “vida” y “vivir”. En el “Timeo” de Platón “el demiurgo vuelve a unir las partes del alma del mundo, mediante dos suturas que tienen la forma de una cruz de San Andrés”, escribe Juan Eduardo Cirlot en su “Diccionario de símbolos”. A menudo, nos dice el mismo autor, la cruz tiene la forma T, “para resaltar más la oposición casi igualada de dos principios contrarios”. T ésta que se corresponde con la primera letra del apellido del pintor catalán Antoni Tàpies, recientemente fallecido, quien a menudo también trazaba en sus cuadros una cruz o una T. 

La cruz ha sido lo que más me ha fascinado siempre de las pinturas de Tàpies, representando un auténtico misterio, una evocación o una especie de clave que pedía resolverse en los ojos intuitivos del que contempla la obra. Pero nunca me detuve demasiado en hacer interpretaciones de sus trabajos (en resolver y desmitificar el enigma), prefería quedarme capturado por ese silencio místico o inusual rapto a la manera de Santa Teresa que conformaba la primera impresión, el primer contacto con el trazo sensorial y desértico expuesto en la materia. Observar el firmamento pictórico de Tàpies pone al espectador sincero –el que mira con el corazón desnudo- frente a la imposibilidad del decir, arrebatado su intelecto frente a un escenario que representa el momento detenido, lo más semejante al vacío. El poeta José ángel Valente, quien creo que mejor lo interpretó (o quien mejor tradujo en palabras los discursos de luz callada del pintor barcelonés) dice que el arte de Tàpies tiene “la textura de la meditación”, de donde emerge la “contemplación de la materia” como una auténtica “experiencia de la unificación”, contemplación que es siempre una profunda interiorización, un viaje hacia el centro del espíritu, de la iluminación. Muchas de sus obras respiran una quietud búdica que estéticamente llama al éxtasis, al nirvana, a la disolución del que contempla con lo contemplado. 

Crear arte, que como dijimos es lo mismo que vivir, supone respirar plena y receptivamente el momento de la creación, cosa que también advierte Valente (“Crear es generar un estado de disponibilidad, en el que la primera cosa creada es el vacío.”) Uno se queda abierto y absorto, dispuesto, dejando que la creación pase por él: esperando a que la creación misma le respire o le penetre. El creador es canal de lo que pueda suceder en el momento sublime de la creación y éste sabe que más allá de la forma hay un silencio que es padre natural de lo que allí nazca. Silencio como el papel en blanco para el poeta, como el lienzo desnudo esperando a vestirse con los ropajes sensoriales, espirituales del dibujante. Silencio que es trasfondo y paisaje por el que pasan los caminos que se juntan en cruz. El artista pacta con la materia retratar su verdadera imagen: el espíritu que la anima. Puede decirse que el artista contempló un día la creación ardiendo en su mirada y la plasmó en los confines de la nada: pues es ahí de donde proviene todo arte, del silencio creador, del caos ordenándose, del contacto poético con la materia, apabullante secreto del vivir, que al tiempo que nos nombra mortales nos hace sentirnos dioses completos y sin nombre frente a la obra de arte.

Diario La Verdad, 12/02/2012

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