domingo, 22 de julio de 2012

El fin del capitalismo


La sociedad agoniza, el sistema y sus estructuras económicas se agotan, los ciudadanos salen a la calle para manifestar su descontento, para pedir al Estado que deje de comportarse como un mendigo, para pedirle que responda, que dé la cara por quienes luchan cada día por sobrevivir en un mundo en el que el poder financiero y las leyes del mercado se burlan de la democracia y la corrompen sin escrúpulos. Algunos afirman que el fin del capitalismo está cerca, que este planeta no da para más. Un cambio de conciencia es necesario si pretendemos que la tierra que nos cobije nos soporte; un cambio que mira más hacia el interior, donde lo externo sea solamente un medio y no un fin en sí mismo. Si esto no sucede pronto, el mundo no podrá soportar la dinámica demente que lo rige. Nunca es suficiente lo que podemos hacer por cambiar las cosas y, sobre todo, no debemos esperar a que otros sean los que tomen las decisiones, porque el poder nunca cuenta con todos, más bien sólo cuenta con él mismo: esto es, con los poderosos.

Quizá, históricamente, vivamos uno de los momentos más interesantes, pues estamos llegando a un período crítico que se sale de todos los procesos y fluctuaciones sociales y se divisa un callejón sin salida cada vez más oscuro y grande, e inminente. No es que el ser apocalíptico enriquezca en algo la situación, pero sí ayuda a que vayamos escuchando las alarmas necesarias para ir apreciando cada vez más las dimensiones del conflicto. Sin ánimo de tremendismo, sino todo lo contrario, de cálida esperanza, llamamos la atención para remediar antes del ‘sin remedio’, para reaccionar cuanto antes y aprovechar, incluso, estos momentos en el que el descontento es masivo, para empezar a soñar el mundo que de verdad querríamos construir, para intentar tomar las riendas, si cabe un poco, de nuestra ansiada libertad. Somos un cuerpo destinado a la materia, del polvo vinimos y al polvo vamos. “Mi amor es mi peso”, dijo San Agustín, y allí se contiene mi voluntad, mi esperanza, mi verdad. En mi amor, que pesa como un cuerpo hecho de tierra, humano de ‘humus’, se guardan sueños e ilusiones del alma que antes que todo es. En mi amor, que un día fue niño e inocente, que quizá no ha dejado de serlo nunca, aguarda la esperanza de la luz verdadera compartida, parecido al sueño de Cristo o de los budas de la Tierra Pura, de un mundo mejor. En mi amor, que en definitiva es el de todos, que es de lo que estamos hechos cada uno de los seres, duerme -esperando despertar- la conciencia de días venideros que arrojen un hálito de renovados fulgores. 

La utopía no es un proyecto, no es una nueva estructura, no es un plan consistente y perfecto… la verdadera utopía parte de la confianza en la fuerza espontánea del compartir humano, se basa en una actitud más que en un modelo de algo concreto. Una actitud interior que posibilite el común florecimiento, una actitud interior que no es dictada por religiones o sistemas políticos. Aunque algunos fenómenos sociales como el cristianismo o comunismo lo intentaron, ese espíritu nace del individuo libre. Todo sistema que busque someter a los individuos, incluso defendiendo las ideas más nobles, esconden seguramente un turbulento plan dentro de sí. Todo sistema que no se renueva con el aliento de quienes lo conforman, muere de estancamiento e inutilidad. La educación, al tiempo, esa esperanza en quienes nos han de relevar, no es hoy el caldo de cultivo apropiado sino todo lo contrario. Hemos creado un sistema educativo basado en introducir datos, en vez de en ayudar a que uno saque lo mejor de sí. Metemos y metemos información y ocultamos el tesoro que ya hay dentro de cada uno, su creatividad, inteligencia, capacidades naturales, artísticas, ingenio… Vivimos en un mundo basado en la técnica que ha apartado el corazón y que sufre sin saberlo la sed de su pobreza espiritual, sumida en el lodo material que no deja ver el bosque claro de lo que somos. Sólo hasta que el ser humano no asuma completamente su naturaleza espiritual como lo que le conforma, naturaleza que iguala a todos los seres (y no separa en religiones, dogmas, territorios, culturas…) no podrá éste avanzar en la conquista de su libertad. La única alternativa entusiasta al capitalismo –si ha de llegar su fin- sostengo que ha de ser este humanismo espiritual evocado, esta constatación objetiva –en definitiva- de que somos algo más que un objeto animado, motivado y manipulado para el consumo. Una vez nos hagamos conscientes de quiénes somos realmente y para lo que estamos diseñados –la conquista de nuestra dignidad, libertad, espiritualidad- ya todo sueño será –simplemente, felizmente- una realidad compartida y convenida.

Diario La Verdad, 22-07-2012

domingo, 1 de julio de 2012

Razones para no saber


No deja de ser llamativo que el tratado de lógica más brillante hasta hoy escrito (me refiero al famoso “Tractatus” de Wittgenstein) sea un alegato tanto implícito como explícito acerca de las limitaciones del pensamiento lógico. El predominio de la razón es tan fuerte que a pesar de la demostración “racional” de las carencias que arroja este fenómeno psicológico a la hora de comprender la realidad, seguimos mirando obtusamente sólo desde este prisma, incapaces de ceder un ápice a lo que hay más allá del acostumbrado pensar. Pero queramos o no, la realidad nos fuerza a verla como es, y la mayoría de nosotros no tenemos más remedio que rendirnos con mayor autenticidad frente a una emoción que frente a un postrer y calculado pensamiento. El valor de la razón es instrumental, pero no sirve para las cosas importantes. Darse cuenta de esto es empezar a comprender la vida, que en muchos casos nos lleva, paradójicamente, a aceptar lo incomprensible. Comprender que hay cosas que se nos escapan, que la mirada del instinto, el alma (espiritual, pero también animal, “ánima”, primaria) suele acertar antes si atinamos a mirarla de frente, sin filtros, en forma de intuición, de inspiración genuina. Saber la vida, atender a su sabor, más que a racionalizarlo, es la función del artista, pero también del filósofo o del científico. El fracaso de la ciencia, lo vemos, por ejemplo, en el avance tecnológico, que está tomando el efecto boomerang de la contaminación y de la insostenibilidad que conlleva ese alocado progreso por el progreso sin otra perspectiva que el consumo voraz que desestima sus consecuencias fatales, radica en la testaruda mirada cartesiana de negar al corazón a la hora de emprender el viaje del conocimiento, pues si no lo negásemos tanto nos daríamos cuenta de que no sólo es la materia lo que nos alimenta. El corazón ha de servirnos como impulso primario de certezas, esa confianza honda en uno mismo. Seguro que esto todos lo intuimos, incluso Descartes lo haría, quien nunca dejó de admitir la intuición como el instrumento clave para la conclusión verificable de la realidad.

Hemos de volver, por tanto, a lo poético y a lo mágico, al origen como génesis, al encanto como canto verdadero de lo que vamos hallando por el camino. No hay otra forma de avanzar, de descubrir, de aproximarse a lo que somos. Si Freud vaticinó que somos movidos más por motivaciones inconscientes que otra cosa, algo que Lacan, ese estructuralista reñido con el deconstructivista Derrida pero que en el fondo hablaba de lo mismo que él, también remarcó a su modo. Dice Lacan, en broma, en un famoso seminario, que los psicoanalistas no saben verdaderamente lo que saben; es decir, que el mismo terapeuta desconoce las razones de la cura psicológica, de esa transferencia psicoanalítica que se parece sin duda más al amor que a un indigesto método semiológico de manual. Lo que sucede en el encuentro entre dos personas, en ese juego de identidades, de papeles, de jerarquías conceptuales y consentidas, lo desconocen ellos mismos, al igual que uno no sabe lo que soñará al terminar el día o cómo amanecerá al despertar. La ciencia, en definitiva, participa del mismo juego, se ha de rendir ante la evidencia, ha de callar ante lo inexplicable, ha de aceptar lo innegable, la incertidumbre, la honda ignorancia de esto que nos sostiene y posee, el mundo y su latido de vida oscilante, las tormentas, las estaciones, la alergia de la primavera o la turbadora seducción del primer amor. Por eso los poetas cantan, porque se callan y simplemente suena la música, porque se rinden y surge la belleza, porque se funden sin remedio con la vida y se refleja la vida en ellos, como un espejo resonante que nos muestra de la manera más fidedigna y visceral a nosotros mismos.

Si Wittgenstein, con lógica innegable, nos dice que todo lo pensable es también posible, ¿por qué no hemos de creerlo? Si la razón misma nos dice que no sabe razonarse, ¿por qué la atosigamos tanto? “Pienso, luego sufro”, afirma el psicólogo Giorgio Nardone. Y lleva, nótese la ironía, mucha razón en ello. ¿Cómo puede seguir la razón a esa partícula imposible de determinar y que, además, puede estar en dos sitios a la vez o cambiar de lugar sin una aparente secuencia causal? Dejemos a los físicos que sigan observando este misterio, que las teorías llenen estanterías inmensas en las bibliotecas, que el número de  búsquedas y resultados en Google alcance el infinito. Dejemos que la razón sueñe que descubre la verdad… dejemos que la razón sueñe hasta convertirse en poesía, en, acaso, razón poética, evocando a María Zambrano. Mientras tanto aprendamos a valorar esos silencios donde solo hay eso: silencio, claridad, desnudez, simple luz serena. Aprendamos a fijarnos en el espacio en blanco que posibilita y contiene las palabras, en ese vacío que permite que algo entre, en ese cielo indescifrable que acoge con gesto eterno y mudo, a todas las estrellas. Dejemos que entre la luz; pero apartémonos para ello un poco, como pedía Diógenes a Alejandro Magno; permitamos que el sol nos visite y quedémonos atentos y absortos, inocentes, ante ese milagro de cada día que es la luz proyectando, sin más, la vida.

Diario La Verdad, 01/07/2012

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