domingo, 26 de agosto de 2012

Naturaleza y libre albedrío


Para entender gran parte de la evolución humana es necesario conocer o tratar de estudiar la historia de sus emociones, la progresiva complejidad de sus decisiones, la multiplicidad de estructuras que han marcado sus relaciones afectivas, propósitos y logros. Si queremos aventurarnos a emprender una teleología humana partiendo de una base emocional, nos daremos cuenta de que la mayoría de las cosas importantes que hacemos son hechas porque sí, sustentadas por una serie de condicionamientos psicológicos que como un programa de ordenador, emite la orden y así la respuesta estipulada. Los pensamientos, que no son más que una consecuencia emocional, o viceversa, llegan a nosotros –como ha apuntado Heidegger- y nosotros no somos más que unos receptores de ellos, casi meros autómatas. Si miramos con detenimiento este punto la conclusión que se nos presenta puede dejarnos fríos por un momento. No es que seamos iguales a los ordenadores, por ejemplo, sino que si los ordenadores son un producto nuestro es porque de alguna manera nos reflejan y nos ayudan a entender en ellos parte de nuestro propio funcionamiento. Sin embargo, como sabemos, caben unas diferencias abismales entre el humano y la máquina. La diferencia fundamental, la que acaso nos desvela el alma: la conciencia. Esa condición innata e inimitable que es la inteligencia viva y creativa del ser humano, su capacidad para sentir y razonar de una manera impredecible, a pesar de que uno mismo se sienta determinado por su propio ‘hardware’ y ‘software’. Ahora veremos que -en mi opinión- sí que  existe un determinismo ‘liberador’.
Este tipo de cuestiones –por tanto- nos llevan a un tema interesante, el del libre albedrío. Ese concepto o ilusión que consiste en pensar que actuamos por decisión propia y que elegimos nuestro destino. Concepto religioso que, de alguna manera, resulta en oposición con cualquier concepción divina. Es decir, resulta difícil pensar que todo lo que Dios ha creado, el fruto de su obra y de su voluntad, funcionase ajeno a esa voluntad. Creo que es imposible concebir que algún átomo de mi cuerpo no responda a esa ley divina de la que está hecho y que no obrase exclusivamente de acuerdo con ella. Pero más allá de la cuestión teológica, que admite el ámbito de la creencia (o de la fe) nos interesa ver si la ciencia (el conocimiento humano) puede avalar o no la libertad del hombre. Según este conocimiento somos fruto de unas conexiones neuronales, de una serie casi infinita de transmisiones de información al par que un resultado de la segregación de diversas sustancias químicas. No sé cuál será -por tanto- la sustancia química que cuando se segrega nos da la ilusión del ‘yo’, del libre albedrío. Esta idea, que parece casi inofensiva y que incluso la religión (del lat.: ‘volver a unir’) avala, es a mi entender el germen de toda la separación humana. Esta idea nos pone unos frente a otros, portadores de esa libertad ilusoria que creemos tener. En resumidas cuentas, tal ilusión nos lleva por los caminos del deseo, de la separación, de la ambición, de la búsqueda incansable  y competitiva de ‘libertades’. Y todo ello nos actualiza a hoy mismo y a este llamado ‘capitalismo’.
Pero frente al ya sucintamente tratado libre albedrío se contrapone otra idea que –paradójicamente- nos deja una libertad mayor, o mejor dicho, que porta una esencia liberadora. Si asumimos que somos fruto de lo que somos, (“Yo soy el que soy”, significado de Yavé –Dios-), nuestra libertad responde a una libertad mayor que nos trasciende. Una libertad que desconocemos, que nos rige como ‘algo’ rige las estrellas, las innumerables galaxias, su orden preciso, la sincronía de los ciclos de las estaciones, los latidos del corazón, las leyes físicas, el cosmos, la respiración y las mareas, la forma de las nubes o el color del cielo en las puestas de sol… Así con eso, ¿qué papel jugamos nosotros en todo ello?, ¿no resulta vanidoso atribuirnos la función de hacedores en tal majestuosa armonía de milagros cotidianos?, ¿no queda mejor asumir el papel de instrumentos de una voluntad mayor?, ¿no se nos presenta liberadora esta idea? Si todos los días sale el sol y nosotros no tenemos que hacer nada para ello, no hemos de empujarlo con una máquina para que se ponga, ¿qué nos impide confiar por entero en la obra de la naturaleza? ¿No sería más inteligente –más sabio- regirnos por las leyes de la naturaleza, actuar en sincronía con ella? Dejar de una vez de asumir el papel de dioses y salir de ese sueño insensato. Creo que si lo hiciéramos nos sorprenderíamos de la libertad que supone saber que uno no hace nada y que –a pesar de eso- todo es hecho con una perfección mágica y asombrosa. Y todo sería más sencillo. Mucho más natural.

Diario La Verdad, 26-08-2012

domingo, 19 de agosto de 2012

Materia y espíritu

Más allá del ámbito de las creencias se halla el ámbito de las realidades, más allá de lo aceptable o inaceptable se encuentra lo innegable, lo que a fuerza de ser es presenciado se quiera o no se quiera. En este escenario, tanto escépticos, agnósticos o creyentes comparten un mismo territorio de experiencias que -al margen de cómo enfrentarlas o de cómo interpretarlas a posteriori- tienen lugar, son inevitables, suceden irremediables, para gracia o desgracia de uno o de sus expectativas. Seamos materialistas o no, no podemos evitar sentir y no tocar lo que sentimos. Lo sentido no pertenece a la materia, se presenta en lo interno de no sé sabe qué región de receptividades –llámese mente o alma- y se hace real, aunque no tangible. Convivimos con lo inmaterial de manera continua y casi desmesurada, con el pensamiento y la emoción, convivencia que resulta incluso lo que parece que somos, pues ¿qué sería de un cuerpo que no piensa o no siente que es un cuerpo? Sin esa fuerza inmaterial no seríamos conscientes de la materia o de la ilusión de materia que –aparentemente- nos constituye. Cada vez con mayor insistencia ciertos científicos se atreven a decir que esta realidad es un fenómeno de la conciencia, una fuerza de naturaleza aparente que damos por real dentro del territorio de lo imaginado o soñado, como si en el interior de un sueño el soñador juzgase real su presencia, escenario y objetos allí establecidos. Pero el sueño mismo, en confrontación con la vigilia, nos hace ver la impermanencia e insustanciabilidad del terreno de la vida ordinaria, cuando al dormir todo desaparece y nos olvidamos del cuerpo, de lo que tan infaliblemente creíamos ser y vagamos por las regiones de lo onírico, por sus múltiples visiones ingrávidas o cayendo en el abandono de todo durante el sueño profundo.

¿Qué es entonces este cuerpo tan manifiesto y afirmado si todos los días nos deja, se evapora, se diluye en los confines de los sueños, interrumpe su rumbo predestinado y se embarca en la aventura de otras realidades y eternidades? ¿No es algo que nos ha de llevar a preguntarnos cuál es la naturaleza real de este soñador de mundos y de cuerpos? ¿No son los sueños algo más que lo que entendió Freud, esto es, una tergiversación de la vigilia que nos sirve acaso de mera interpretación de la misma? ¿No son otra realidad en sí misma? ¿Otra forma de una misma conciencia expresada? Regiones paralelas, mundos que sin tocarse parecen compartir tanto, los sueños y la vigilia estremecen al hombre desde que es hombre y le hacen mirar más allá de los aparentes confines que la ciencia se esfuerza en establecer como consecuencia de sus limitadas interpretaciones, sesgadas, de una realidad que trasciende el paradigma de lo causal y temporal. La materia, pues, es el resultado de esa visión, es la concreción limitante resultado de una visión limitada. El espíritu, sin embargo, es lo que permite tal manifestación infinita e intemporal, el ojo que ve, la fuerza que expande, el Tao o Dios que de estar tan cercano a uno, de ser tan evidente, más próximo a nosotros –aseguran los musulmanes- que nuestra vena yugular, parece que no está, pues no se ve fuera. Pero precisamente porque está dentro, porque es uno mismo. He ahí el misterio y la grandeza que se nos presenta. Una verdad que no se puede expresar nunca en toda su amplitud y que sólo uno mismo tiene el don de ver por sí misma para confirmarla. No existe paradigma científico más puro y verdadero que éste, en el que aquello que busca conocerse puede verse, evidenciarse, sentirse, saborearse en carne propia. Porque el espíritu, lo que uno es, resulta tan manifiesto y evidente que sorprende y encoje, como encoje pensar y sentir que la estrella más cercana a nosotros después del Sol se halla a unos cuatro años luz, dándonos una mínima idea de la grandiosidad de este espacio universal que nos acoge. ¿Y a qué distancia estaremos de nuestro cuerpo cuando soñamos? Queda ahí el interrogante, dispuesto para arrojarnos al misterio, para guardar silencio y sentir la sublime expresión de lo inexpresable, del milagro, del insondable arcano del ser.

Quedará siempre lo asombroso, esa conexión con lo espiritual, ya sea al contemplar el cielo estrellado de la noche callada o la extática belleza de una melodía romántica, hechizando al alma con su pulsación mágica y abisal, dejándonos sensaciones tan íntimas y certeras como la que a continuación expresa Ernesto Sabato: “En la irremediable soledad de este amanecer escucho a Brahms, y siempre, por sus melancólicas trompas vuelvo a vislumbrar, tenue pero seguramente, los umbrales del Absoluto”. Y en eso estamos, esculpiendo en el silencio de la no materia las formas de nuestros sonoros e insondables abismos.


Diario La Verdad, 19-08-2012

domingo, 5 de agosto de 2012

La sociedad y su destino

El ser humano, esa partícula razonadora y sintiente en medio del universo, habita en estos días un planeta que desconoce, al igual que las incontables estrellas que pueblan nuestro cosmos, apenas sabe de la tierra que le acoge (que equivale a decir que tampoco sabe casi nada de sí mismo). La ciencia, que aspira -si no lo es ya- a ser la única religión global, no se pone de acuerdo ni siquiera en los temas más importantes. El “bosón de Higgs” es para unos la clave, el enigma desvelado de la creación, y para otros apenas descifra el misterio de este mundo y sus fenómenos. Yo me inclino por la segunda opción, ya que según he podido comprobar –empíricamente- ante cada respuesta surge siempre una pregunta nueva, y ante cada causa hallada queda la interrogación por la causa de su causa; y así hasta el infinito. Infinito, dicen, que es el universo. Algo que jamás podrá comprobarse igualmente, pues si no tiene fin no hay conclusión ni fin de la búsqueda tampoco. Lo que sí sabemos, al menos un poco, es que bajo este cielo se perfilan avenidas y semáforos, coches y altos edificios, parques, aldeas, ríos, pájaros y estadios de fútbol… A pesar de que la ciencia nos habla ya de múltiples dimensiones, que dejan de lado concepciones espacio-temporales, nosotros seguimos construyendo a través de los siglos una historia del progreso que tampoco parece tener un fin. Sin embargo, este progreso se está convirtiendo en la posible causa del fin. Este progreso diseñado y desmedido, acelera la imposibilidad de su continuidad conforme va avanzando en el tiempo, dejando tras de sí la suciedad contaminante con que viene aparejado. 
Dijo Bertolt Brecht que “la crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no acaba de nacer.” Conforme pasan los días más personas se dan cuenta de que la causa de la crisis radica en la propia estructura y funcionamiento del sistema, que a su vez, si ha fallado, es por causa de unos valores difusos, materialistas y grisáceos, que vertebran esta sociedad. Frente a los descubrimientos científicos que amplían las posibilidades del hombre, que proponen una dimensión infinita de lo que somos, los valores actuales catapultan todo un potencial de crecimiento humano hacia el interior, en pos de unas necesidades orientadas al consumo, a la obtención de bienes materiales y superfluos. Si hemos olvidado la dimensión trascendente del hombre no podemos esperar que este planeta vaya a algún lugar, porque lo que no tiene alma está muerto. Si nacimos con la posibilidad de ser conscientes de ese alma que nos late, negarla o mirar para otro lado equivale a matarla, a estar muerto en vida. He aquí el origen del problema: la negación de nosotros mismos. Sin embargo, esto no es más que un paso evolutivo en la historia del hombre, un paso hacia su dimensión real, un paso que será vuelo. Pero un paso que solo lo puede dar el corazón, no la mente. 
El espíritu, el alma, Dios… son solo palabras, meros sonidos que aportan un significado convenido. Pero, ¿convenido por quién? ¿En quién hemos de fiarnos para afirmarnos en esas palabras? Las religiones se han erigido durante siglos como los portadores del sentido de esas palabras, como los únicos valedores de sus significados. Pero, nadie más que uno mismo está destinado a hallar su verdadero significado. Y mientras no lo hagamos, no nos comprometamos con encontrarlo, con encontrarnos, otros querrán hacerlo por nosotros, nos darán las palabras hechas, masticadas, prefabricadas. Nadie dijo que el camino fuera fácil. Pero la recompensa es infinita, como el universo. De polvo de estrellas y de sueños estamos hechos, de aire y agua y tierra y fuego y éter. Bebamos, pues, del vaso de la eternidad de nuestros misterios y, posiblemente, la vida tome un nuevo sentido y algo pueda empezar a nacer. Dicen que es difícil, que el hombre no está destinado a entenderse con sus semejantes, que las guerras han sido una constante en la historia… pero no lo creo. No estaríamos aquí si no hubiera una causa antes de todo ello: el amor. Ya tenemos la causa. Ahora solo falta regarla cada día. Y entonces hablaremos de otro progreso: el del ser, el del planeta y el de todo el universo. Nada está separado. Y comprender esto nos une, inevitablemente, en un destino común. Inevitable y afortunadamente.

Diario "La Verdad", 05-08-2012

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