miércoles, 12 de septiembre de 2012

Sobre el amor


Al leer a Platón reflexionando sobre el amor -también recuerdo ahora tratados de Schopenhauer, Ovidio o Fromm- uno se pregunta hasta qué punto se puede llegar a conclusión alguna sobre este tema por medio del lenguaje, incluso en su forma más poética. Los filósofos elaboran puntos de vista que ciertamente, por sublime que sea la exposición, dejan un halo de insuficiencia en lo apuntado, la sensación de que se podría haber dicho mucho más, de que se podría haber tocado un poco más a fondo la esencia. Esa sensación, considero, es la correcta, pues el amor, su evocación, aspira a confirmar lo infinito del ser, y en ese ensayo de confirmación subyace la aspiración definitiva, el cénit, siempre por conquistar. Las palabras articulan impresiones, vagas resonancias, efímeros objetos que poseer y que el tiempo desaloja en el silencio hacia un nuevo imaginar. El amor, al pasar por la palabra, es, de este modo, así, imaginado; pero en su expresión directa sobre el pecho latiendo, sobre el corazón, es vivenciado. Esa expresión, esa huella en lo humano de nosotros, quiere objetivarse en el lenguaje, quedarse para siempre, buscando revivir la sensación primera, la llamarada, el vislumbre acaso poseído, conquistado.

El amor, apunta Platón, “nos vacía de hostilidad y nos llena de familiaridad”. Ciertamente nos arroja a ese vacío sobre el que se eleva una intimidad tan intensa que evapora cualquier sentimiento de hostilidad. Una intimidad que constatamos universalmente compartida, un abrazo que se extiende a lo unánime, al sentido de familiaridad, de unión con el todo. El ‘habla’, cuya raíz es la misma que ‘fama’ (de familia) es el medio que nos permite comunicarnos, ejecutar esa familiaridad por medio de la voz, arrojando significados mutuamente entendidos. Cuando uno entiende a otro está actuando la naturaleza del amor por medio del lenguaje, al igual que por medio del cuerpo lo haría un abrazo o una mirada comprensiva. Lo que el ser humano busca, para lo que está diseñado, es para esa comprensión mutua, para la realización de ese amor en la naturaleza. ¿Qué es –podemos preguntarnos- lo que amamos? Y automáticamente se nos presenta una especie de objeto al que amar, pero un objeto que ha de corresponderse en identidad con un sujeto. Pues, ¿qué otra puede amarse fuera sino es lo que se desea desde dentro? Y, volviendo a Platón, “no es otra cosa que el bien lo que aman los hombres”. Sentencia que a primera vista se presenta paradójica, pues si realmente amaran sólo el bien los hombres no habría sufrimiento, ni violencia, ni caos. Dejemos esta consideración para la reflexión personal.

Merece la pena indagar sobre todo esto, dedicar un tiempo a investigar lo eterno. Observar cómo una semilla engendra una planta y un fruto, por amor, por energía de ser. “El Amor será también amor de la inmortalidad”,  leemos en Platón (para más señas hemos citado en todo momento “El Banquete”). Un fruto nos da alimento y con él nutre la vida, preserva el devenir. Alimento para un cuerpo que se pregunta por su alma, que sospecha la inmortalidad, que ve en la naturaleza ese fenómeno de la procreación como el acto del amor manifestando vida, asumiendo así cualidades divinas. El poeta, el creador, el filósofo, quiere comprender a Dios, desea conocer ese mecanismo llamado ‘creación’ que penetra todas las cosas de materia espiritual e incognoscible. El hombre, que sobre todo en la modernidad ha aspirado a ser un dios, se va dando cuenta de que ya lo es, de que está hecho exactamente de esa misma sustancia y que, por consiguiente, no hay diferencia alguna entre él y lo divino. Esta toma de conciencia eleva al amor a su comprensión más pura. Nos acerca a la potencia cósmica y nos iguala –si cabe- a ella. A veces un sentimiento estalla, como el Big Bang, en la vivencia de esta verdad, como un éxtasis místico, como un ‘samadhi’ budista. La plenitud del amor queda así confirmada, pero incluso, como al leer las obras de los filósofos, nos deja la sensación de que podría haber una comprensión aún mayor, un algo más. Pues un solo sol parece no bastar, pudiéndose  sentir en el corazón –por ejemplo- la fuerza de diez mil millones de soles. El amor puede dejarnos sensaciones similares, abismales e irrepetibles, y ante ello solamente podemos rendirnos, agradecer la dicha de habitar tal ingrávido y expansivo sentimiento. Y solamente dejar así, ya, en el cálido regocijo de tal intimidad, una oración humildemente dirigida a la vida. Pidiendo de corazón, evocando a Rabindranath Tagore, que este sentimiento se asiente por fin y prospere, para “que nuestros poderes recién surgidos clamen por una plenitud ilimitada de hojas, flores y frutos”.

Diario La Verdad, 9-9-2012

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