jueves, 1 de agosto de 2013

Individualidad y cultura

 Afirmó Marcel Proust en una ocasión que su ocupación preferida era amar, amar no sólo sus recuerdos, acontecimientos perdidos en algún lugar de la memoria y del tiempo, evocados por el alma en momentos de silencios y epifanías, sino también los instantes que aparecen en el lúcido ahora de los días, esos lapsos de tiempo que quedan guardados para siempre sin saberlo; acompañándonos, haciéndonos ser lo que somos, pincelando nuestros sueños, deseos y quejares. La vida es una suma de instantes que responden a una identidad, nosotros mismos. Un conjunto de imágenes, sonidos y sabores que recogen lo que esperamos que siempre nos acompañe, aquello de lo que difícilmente podríamos separarnos pues constituye con genuina fidelidad, una idiosincrasia, una esencia que nos configura como entidades matizadas por el tiempo, con la cultura propia del carácter, ese conjunto de rasgos singulares que hacen de cada ser un mundo, un universo especial y digno de ser transitado. No hay mayor gloria, pues, que las patrias individuales, que los mundos personales, que los ecosistemas propios que saben a uno mismo.

Lejos quedará, para el alma que busca la originaria frescura del conocimiento, el intento de sostener una identidad cultural masificada y separatista, pues toda pertenencia que no suma sino que diferencia y excluye, nunca llega a ser cultura, en el sentido civilizado de la palabra. Nunca el orgullo patrio, cuando niega la validez del prójimo territorio y no respeta su constitución cultural, podrá construir un lugar que evolucione por y para la libertad de sus individuos. Esperemos que no muy tarde desaparezcan las fronteras culturales como forma de separación y confrontación humana, y seamos capaces de mirar a los ojos en vez de a la vestimenta, al corazón en vez de a las armaduras que lo protegen, al alma en vez de a la fría voz que excluye de su lenguaje palabras como respeto, mutua comprensión, amor o compasión sincera.  

El ser humano se define como una particularidad sincrética, tanto como individuo concreto como especie histórica universal. Ningún ser humano, si analizamos sus rasgos físicos, por ejemplo, es exactamente igual a otro y, por encima de la identidad grupal, predomina una individualidad conquistada que enriquece y contribuye a la heterogeneidad y multiplicidad del grupo. Un grupo homogeneizado es como un organismo anestesiado, esto es, incapacitado para ejercer el movimiento consciente de sus facultades sensitivas e intelectivas. Como expresó Claude Levi Strauss: "Salvaje es quien llama a otro salvaje", y nadie sobra en el amplio espectro de lo humano, ningún individuo o comunidad tiene legitimidad para excluir, menospreciar o intervenir en el ideario interno y germinal de un organismo creado, como todo ser viviente, para ser libre. Los valores de una comunidad nunca pueden violar la búsqueda individual, no pueden mermar el libre albedrío de uno mismo en su mundo, la capacidad de hallar caminos, destinos inexplorados, no trazados por un canon o dogma sino espacios que son descubiertos en el ascenso del alma al conocimiento más allá de unos confines establecidos. Eso es evolución, progreso. No seguir al dictado lo que marca el sistema, sino inventar el camino, recorrer la senda del milagro inabarcable y virgen que es siempre la vida.

"La Tribuna" de Albacete, 31-07-2013

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